sábado, septiembre 27, 2008

Grizzly en primavera

Me siento un poco rara saliendo a la calle de abrigo negro cerrado hasta el cuello (por liviana que sea la remera que está abajo), con botitas cortas y pantalón holgado largo.
Un poquito rara, nomás. Preferiría, por comodidad, ir más ligerita y sin abrigo. Pero me acostumbré demasiado a la intimidad de mi cuerpo encerrado bajo mucha ropa, a esa sensación de preservación de la mirada ajena detrás de los anteojos de sol y de aislamiento del ruido que dan los auriculares del mp3.

Justo yo, que odio los anteojos de sol y que siempre renegué de la música en las orejas (porque me sigue alcanzando con la de mi cabeza).

Me inquieta un poco lo fácil que me acostumbro a estas cosas y lo mucho que todavía me angustia exponerme a la mirada ajena, no importa cuán benévola o neutral sea.

Quisiera que el invierno no se fuera nunca para poder seguir poniéndome este abrigo, guardándome detrás de una coraza falsa, sintiéndome la mujer invisible, ignorada hasta que yo misma lo disponga. Quisiera ser, no sé, mucho más chiquita o más flexible. Quisiera caminar por el cielo para no volver a chocar o esquivar a nadie.






Buen fin de semana (ochentoso!)

lunes, septiembre 22, 2008

Poco importa

Una de las mejores referencias a Murphy (no recuerdo si ley, corolario o postulado) que leí en algún momento me acompaña hasta hoy como un mantra: "Si no te importa... que no te importe".
Pero soy una drama queen. Lo saben mis familiares y amigos como lo han sabido mis parejas, o mis eventuales compañeros de ruta en la facultad, el colegio, el teatro. De tanto en tanto me descubro exasperada, irritable por algo, y me doy cuenta de cuánto me importan ciertas cosas. Cuánta relevancia le doy a pequeños detalles que (independientemente de las vueltas que dé) me preocupan. La medida de la importancia que les doy no siempre es proporcional a la reacción que me provocan.

¿Qué será, entonces, lo que me impide desprenderme de eso? Porque está claro que me sería más cómodo despreocuparme, dejar pasar lo no dicho como justamente eso: algo que no se dijo, y después aguantátelas.
Asumo, pues, que algo tendrán que ver las alusiones tangenciales que voy encontrando (algunas con meses o años de delay) respecto de situaciones no muy claras o que nunca se cerraron.

La actitud más sana sería "agua y ajo". Pero siempre sobrevuela la culpa de no haber sido demasiado clara, de no haber ofrecido a mi vez la excusa para un cierre, un quiebre, una respuesta directa. Es que no se me da bien ir al choque. Eso es tan evidente como mi dramaqueenismo. Y es algo de lo que es muy fácil aprovecharse, también.

Sería un buen propósito para este año (y me importa un carajo que esté más que empezado) darle un cierre a todo esto encarando con una actitud vigorosa y nueva esas situaciones donde no queda claro del todo...

- qué me rompe las pelotas
- qué me entristece
- qué me incomoda
- qué me da vergüenza o pudor
- qué me hace mal

Algo es seguro: Para que definitivamente deje de importarme, tengo que dejar de callarme. Las tripas me arden con todo lo que guardo por consideración a otros que no tienen la consideración de ahorrarme sus propias palabras.

Las palabras y mis propias manos siempre fueron la mejor cura para todo.
Estoy ansiosa por extirparme viejos venenos ajenos.

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Postdata 1
: ¡Soy TAN feliz ahora que volvió Peter Capusotto! (Enorme sección: "Pesados del Rock". ¡Queremos más!).

Postdata 2
: No se pierdan este evento el sábado. Lo recomiendo con todo mi corazón:

Liliana Felipe dará un concierto en la ex ESMA, organizado por la televisión pública.
El sábado 27 de septiembre, a las 17, tendrá lugar en la sede del Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos (ex ESMA), Avda. del Libertador 8151, el Concierto Homenaje Juventud y Memoria a cargo de la cantante argentina/mexicana Liliana Felipe, acompañada en la oportunidad por la Orquesta Sinfónica de Canal 7.
¿Cómo? ¿No la conocen? Subsanemos eso urgente con algo alusivo.




Tienes que decidir
quién prefieres que te mate:
un comando terrorista
o tu propio gobierno para salvarte
del comando terrorista.

Tienes que decidir
qué prefieres que te mate:
la pobreza, la miseria,
el Tratado de Libre Comercio
o el programa contra el hambre.

Ya se acabó aquel tiempo
en que decidían cómo nos mataba
y sin preguntarnos si quiera por pura cortesía.
Si era nuestro deseo el de fenecer,
como los mosquitos al amanecer,
o morirnos de sed.

Ya nos mataron de tantas maneras,
ya nos cansamos de ir al panteón
ya no sabemos si somos civiles,
rehenes, vampiros o simples mortales.

Pero, de tanto morirnos
al menos nos hemos ganado el derecho
de decidir cómo queremos morir.

Tienes que decidir cómo prefieres morir:
de hambre natural,
de asco terminal,
de pago de predial,
ahorcada con tu chal,
debiendo un dineral,
cruzando de ilegal.

Ya se acabó aquel tiempo
en que decidían cómo nos mataba
y sin preguntarnos siquiera por pura cortesía.
Si era nuestro deseo el de fenecer,
como los mosquitos al amanecer,
o morirnos de sed.

Ya nos mataron de tantas maneras,
ya nos cansamos de ir al panteón
ya no sabemos si somos ciiviles,
rehenes, vampiros o simples mortales.

Pero, de tanto morirnos
al menos nos hemos ganado el derecho
de decidir

cómo queremos morir.

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Y de yapa... Susana Zabaleta canta "Mala" (también de Liliana)




... pero qué bonita, chingaos!

domingo, septiembre 21, 2008

Ejercicio de autoconciencia y yapa / Domingo

- No importa cuánta razón tenga, cuán apasionada o vehemente me sienta respecto de un tema: invariablemente las discusiones me ponen mal. Así como hay ruidos que no tolero (una pava que chilla, un teléfono que suena, voces chillonas y portazos), hay tensiones que no puedo soportar. Las discusiones, más aún las socráticas, están cargadas de esto. Prefiero el debate. Pero como el mundo está lleno de personas que se miden la poronga, el debate es una tradición que pierde terreno frente a los portazos que le da el "yotengorazonicismo".


- Daría toda mi autoconciencia por un poquito más de control de mi ciclotimia, y perder para siempre este miedo al enfrentamiento, este temblor en las manos que me obliga a pegarle a algo o a alguien. Al menos estaría bueno que la vida me pusiera enfrente a un ser digno de matarlo a piñas.


- Hay momentos en que no puedo manejar mi propio cuerpo, mi mente se desboca y el límite entre los mundos queda borrado. Los sueños empiezan a ser más complejos, más vívidos. Siento insectos caminando por todo mi cuerpo, una sugestión extraña, nacida de mi manía por la limpieza y el orden. Hablo mientras duermo. Escucho voces viejas y percibo los olores con más fuerza. Vuelven mis instintos primigenios y la boca se me llena del anhelo de carne cruda, de masticar macachines o jazmín del país.
Con el paso de los años voy entendiendo que esta serie de factores se da con más fuerza en los cambios de estaciones, especialmente en la transición verano/otoño e invierno/primavera.

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En otro orden de cosas, este blog cumple años.

Yo que me creía incapaz de sostener nada en este mundo virtual por demasiado tiempo, encuentro cada día más motivos para seguir escribiendo, aburriendo gente y desprendiéndome de mis límites.

Si todo sale bien, hoy me voy a levantar temprano a caminar junto al río. Me sentaré en el pasto hasta que la humedad me manche los pantalones. No voy a bañarme hasta que vuelva a Buenos Aires. Que duren el olor a tierra, a verdín y a pelo lavado ayer. La mugre bajo las uñas y el frío en la punta de la nariz, la alergia de cada primavera inminente y el barro en las zapatillas.

La vida sólo vale la pena si hay ganas de vivirla. Así que vivan lo mejor que puedan.
Vivan a la altura de sus sueños.
Vivan para servir y para arrancar sonrisas.
Vivan para ser útiles.
Sigan su instinto. Escúchense.
Cáguense en los prejuicios y en la mala leche del que sólo vive para ver lo que hacen los demás.

O mejor, no me hagan mucho caso. Después de todo, la fórmula que me hace bien puede no funcionar para nadie más.


A los que tengan la suerte o la desgracia de leerme, les dejo la canción de estos días.



jueves, septiembre 18, 2008

Días de ruido

Vivo en esta ciudad llena de gente, autos, mugre y ruido. Ruido sobre todo. Tanto, que la gente está acostumbrada. Lo odia y lo necesita como si fuera una droga. No son capaces de quedarse en silencio porque se morirían de angustia. Se estresarían por falta de ruido.
Supongo que por eso terminan yendo de vacaciones a urbes superpobladas, como Córdoba, Mar del Plata o las playas más "in" de Brasil. O se encierran en corralones a saltar amontonados al ritmo de una música frenética que a menos que estés a dos metros del parlante suena átona. Simplemente ruido y más ruido.
Usualmente me cierro a él, acostumbrada a ignorarlo por mi salud mental. Pero desde hace unos días no paro de escucharlo.
Es inevitable, se mete por todas las hendijas y me taladra la cabeza, golpeándome como si fuera un punchingball. Las motos, las bocinas, los caños de escape abiertos, las alarmas, los martillos neumáticos, los gritos, me están dejando de cama. Por suerte es hoy, y hasta el lunes (espero) nada más... no más bochinche. O sí, pero de otro tipo.

En días como hoy pienso "¿Quién carajo me mandó mudarme acá?"
Y enseguida me acuerdo de que todo tiene una razón de ser, y que si no hubiera recorrido este camino hoy no tendría lo que tengo, ni sentiría lo que siento, ni habría vuelto a escribir. Nunca más.

Así que ... gracias.


You are my sweetest downfall...



(I loved you first)

lunes, septiembre 08, 2008

Sin miedo a las serpientes

(Inspirado por esta imagen, que vi en lo de Estrella)


Mi infancia fue, entre muchas otras cosas, interesante y afortunada. Sobre todo porque las cuestiones menos afortunadas y felices se articulaban con lentitud en algún lugar del subconsciente y quedaban para después. ¡Sabia madre Natura!

Una de esas cosas fabulosas fue mi colegio, el Malvina Seguí de Clavarino, mejor conocido como "Villa Malvina" o simplemente "la Villa". Un lugar algo aislado del centro de la ciudad, en un barrio tranquilo camino a la ruta 136; un terreno enorme donde aún conviven el viejo solar del matrimonio Seguí (que es actualmente "la casa de las monjitas") y el edificio del colegio propiamente dicho, bastante más moderno. La capilla anexa era lo primero que se veía al final de la calle, y es una de las más lindas que haya visto en mi vida.
Fui a ese colegio en parte porque mis padres trabajaban día y noche, y no se animaban a mandarnos caminando a alguna escuela más próxima a casa, en tanto que "la Villa" tenía su propio servicio de transporte escolar. En parte, también, porque todas mis tías eran egresadas notables de ese colegio y había una suerte de pacto de simpatía entre la familia de mi papá y las monjitas.
Mamá dijo, algunos años más tarde, que habría preferido enviarnos a una escuela pública como la ENOVA, a la que fue ella. Que quizá nos habría preservado de muchos desengaños y del elemento humano que suele rondar ese tipo de colegios.

"La Villa" me contó entre sus huestes desde preescolar hasta mi egreso, un total de doce años. Desde la sala "Hormiguita Viajera" hasta el quinto año del Bachillerato en Letras cambié de amistades, aprendí a estudiar, a negociar, a expresarme y a pelear.
El preescolar me encontró escribiendo mis primeras rimas junto a algunos dibujos y cumpliendo penitencia en un rincón, con algún libro en la mano. Recuerdo el olor a barniz de madera que tenía la banderita "de los de jardín" y la textura de la soga al izarla. Recuerdo las alianzas bajo las coronas de novia y las luchas de poder en el arenero y los toboganes.
A medida que nos hicimos púberes, mis hermanos y yo nos acostumbramos a llegar a la parada del transporte a las siete menos cinco de la mañana, de lunes a viernes. El transporte era un colectivo pintado de naranja con el cartel del colegio, manejado por un cincuentón de cara cansada y bigote blanco que se llamaba Ángel. Peleábamos por un lugar en el fondo del colectivo y a veces nos sentábamos los tres juntos, aupados y amontonados, en un asiento simple. Compartíamos la merienda incluso cuando ya habíamos pasado al secundario y a nuestras amistades les resultaba rarísimo ver un caso tan patológico de solidaridad fraterna.

Mi colegio tenía gente excepcional en más de un sentido. Excepcionales idiotas y excepcionales seres humanos. Tenía un roble gigante en medio del patio y un salón de actos que servía de gimnasio cubierto los días de lluvia. Sobrevive en el patio una fuente de cemento y un bicentenario cordón de casuarinas que da vuelta a todo el perímetro. Todavía están ahí los bebederos de mármol y las glorietas con glicina y azahar que tienen olor a "Un año más" de Mecano, cuando llegan las vacaciones de verano.

Lo mejor de todo es ese parque enorme, en el que me gustaba perderme aún en épocas de prohibición. Por la calle que circunvalaba el parque pasaban las canaletas de Obras Sanitarias, criadero de yararáes, arañas y culebras. Apenas llegaban las estaciones cálidas, una tanza custodiada por maestras de la primaria partía el parque en dos, impidiéndonos cruzar a las zonas de peligro. Yo prefería perder cinco minutos de recreo buscando la manera de pasar sin que me vieran, antes que quedarme jugando cerca de la bandera.
Mi lugar preferido era La Gruta, una reconstrucción a escala del lugar donde la Virgen de la Inmaculada Concepción se le apareció a Santa Bernardita. A ese lugar con olor a pino y tierra con lombrices me iba a pensar, a escribir o simplemente a soñar despierta, sentada en los bancos de madera (¡tan parecidos al de la foto!) o al pie de un árbol, con la pollera del uniforme bien extendida cubriéndome las piernas.
En mi adolescencia fui seria y disciplinada como un soldado, o tan revulsiva y rebelde como cualquiera de las más revoltosas del curso, dependiendo del día y de mi humor. El único lugar donde me sentía yo misma era aquella gruta con glorieta, hiedras y un sendero de casuarinas por detrás, donde podía cantar sin que me oyeran o treparme a los árboles sin riesgo de que un varón me espiara los calzones.

Un invierno en que se hizo difícil parar la olla y uno de los tres tuvo que renunciar al transporte, empecé a levantarme todos los días quince minutos más temprano para vestirme con doble capa de abrigo (cancanes y un saquito de lana azul, tejido por la abuela) y encarar en bicicleta o a pie las calles silenciosas, aún en penumbra, donde la helada aparecía primero en los techos de los autos.
Llegando al boulevard se avistaban los primeros jardines blancos. Casi podía sentir que se gelificaba el humo de mi aliento. Los perros del barrio, medio ateridos de frío, me acompañaban en procesión silenciosa cuando llegaba a la calle cortada que desembocaba directamente en el portón de hierro forjado de la entrada. A veces llegaba tan rápido que tenía que esperar que Molina, el casero del colegio, abriera la puerta de acceso peatonal, mientras el sol empezaba a levantar la helada del campo de deportes y la humedad me calaba los huesos.
En ese momento exacto, de silencio perfecto y temperatura bajo cero, sentía que el corazón me iba a explotar de felicidad.

Entre obligaciones y recreos, convivencias y jornadas deportivas, aprendí a desengañarme de las falsas amistades, a renegar de los prejuicios, a leer a las personas y a no dar nada por sentado. A bancarme las humillaciones soterradas y las traiciones de gente intachable que me juzgaba en silencio por mis excentricidades. También pude construir auténticos principios y valores que me sirven al día de hoy, bastante más que aquellos que pretendieron inculcarme.
Nunca me vieron llorar, pero sí aprendieron a temer mis enojos. Nunca dejé de hablar con los bichos o con los arco iris. Ex compañeros y docentes todavía me recuerdan por eso; por ser la que hablaba con los pájaros, los perros y las flores. Y porque no le tenía miedo a nada.

Es por estas cosas, entre algunas otras, que cada vez que mi madre lamenta haberme enviado a ese colegio yo le respondo que ningún otro lugar me habría gustado más, o me habría enseñado mejor a sobrevivir.

miércoles, septiembre 03, 2008

Oído al pasar (2)

(Colectivo 111. Viernes a mediodía)

Suben tres post-adolescentes vestidos como adultos. Dos chicas de rigurosa pollera a la rodilla con medias y botas altas, más saco de lana a la moda. Él de casual day.
Hablan y se ríen muy fuerte en el fondo del colectivo. Son voces trabajadas. "Estudiantes de periodismo de alguna universidad privada" pienso enseguida. 
Son muy obvios. Están tan enamorados de su voz que necesitan sacarla, escucharla y que todos la escuchen. Conozco el paño.
La que habla más fuerte es una chica de veintipocos, de pelo rubio y largo atado en una coleta alta.

- De la charla de ruptura no hay vuelta, eh. Si te das cuenta de que te van a cortar, tenés que cambiar el tema de conversación lo más rápido posible. Hablar de cualquier cosa, evitar el tema, evitar momentos de silencio que lleven al tema. Alargalo todo lo que sea posible: dos, tres, seis meses. Si en el medio te portás bien, vas a ver que se olvida de que te quería cortar.

Los tres siguen hablando sobre bueyes perdidos. En la zona de Puerto Madero tocan el timbre y se bajan. Cruzan la calle:  enfrente está la UCA. Qué puntería, Cass.

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(Hotel 4 estrellas, zona Retiro. Mismo viernes, 15 hs)

Espero a una persona en la recepción del hotel mientras hago barquitos de papel con los volantes de admisión. Una Toyota Corolla de color negro y vidrios polarizados para en la vereda de enfrente. Bajan una mujer despampanante, que pasa directo al ascensor, y un tipo parecido a Jason Statham en "El Transportador"
Él (llamémosle Jason) habla con el recepcionista como si se vieran todos los días.

- Va a venir en un rato, a eso de las 15.30. ¿Le podés llevar lo de siempre a la 3**5?

Y se va. Espío el vehículo que arranca. Tiene chapa diplomática.